En medio del caos de la Segunda Guerra Mundial, la contienda no solo se libró por territorios e ideologías, sino también por el patrimonio cultural y el símbolo líquido de la sofisticación francesa: el vino. De ahí la existencia de los Weinführer.
El expolio nazi al alma líquida de Francia constituye uno de los episodios más singulares y oscuros de la historia moderna del vino.
La tragedia comenzó en 1939 con la entrada de Francia en la guerra, sumada a una de las peores cosechas vinícolas de su historia, que diezmó viñedos emblemáticos de Burdeos, Borgoña y Champagne. Esta doble crisis abrió la puerta al saqueo organizado de millones de botellas por parte del Tercer Reich.

El régimen nazi entendió que el vino francés era mucho más que una bebida; era un potente símbolo de prestigio, sofisticación y cultura, usado como botín de guerra y como regalo diplomático.
Este robo sistemático fue impulsado por figuras de alto rango, como Hermann Göring, quien no solo consumía las etiquetas más finas, sino que las coleccionaba y pedía listas detalladas de las bodegas más prestigiosas.
Para organizar este saqueo líquido, los nazis crearon una figura clave: los Weinführer.
Los Weinführer no eran simples oficiales; eran saqueadores con uniforme y, a la vez, especialistas en la industria vinícola. Estos oficiales, a menudo con conocimientos técnicos o experiencia comercial, estaban instalados en cada región francesa de renombre para supervisar la extracción, catalogación y envío de las botellas. Su rol era doble:
- Asegurarse de que el vino cumpliera con los altos estándares de calidad exigidos por Berlín.
- Garantizar que los envíos se realizaran sin contratiempos hacia Alemania para el disfrute de los altos mandos del Tercer Reich o como moneda de cambio.
El Weinführer más conocido fue Otto Klaebisch, cuñado del ministro de Relaciones Exteriores de Hitler, quien estuvo a cargo de la región de Champagne. Bajo su mando, más de dos millones de botellas fueron enviadas a Berlín solo en los primeros meses de ocupación.
Otros, como Hans Fischböck, ayudaban a “blanquear” el robo, disfrazando las confiscaciones forzadas de supuestos acuerdos comerciales. El hecho de que fueran especialistas hacía que supieran exactamente qué buscaban, haciendo su accionar aún más inquietante.

A pesar de la presión ejercida por esta red organizada, los viticultores franceses respondieron con coraje y dignidad, orquestando una resistencia silenciosa y creativa.
Los productores se las ingeniaron para ocultar sus tesoros: escondieron las mejores botellas detrás de paredes falsas, en túneles subterráneos o incluso en ataúdes vacíos.
Su astucia llegó al extremo de etiquetar vinos comunes como grandes reservas para engañar a los nazis, mientras sus verdaderos tesoros se preservaban bajo nombres falsos. Esta resistencia cultural silenciosa enviaba un mensaje claro: “no nos robarán nuestra esencia”.
Gracias a estas estrategias heroicas, miles de botellas se salvaron, pasando a formar parte del patrimonio histórico y de la memoria de Francia.

Un gran libro sobre este tema, y más historias de productores en esa época, es La Guerra del Vino que escribió Don Kladstrup en el que cuenta la resiliencia de los viñateros franceses durante la Segunda Guerra Mundial.
Aunque el expolio nazi dejó muchas bodegas devastadas, el proceso de reconstrucción que siguió no solo implicó recuperar botellas, sino también reforzar una lección: la importancia de la cultura, la memoria y la identidad que se encierra en cada copa de vino.
Salú!
¿Te gustó lo que leíste? ¡Invitame un cafecito!
